jueves, 7 de junio de 2007

la feria que no cesa

Aquí la feria, como el circo, llega siempre en diciembre, de la mano de la navidad. Feria y circo aparecen un día en el medio de un yermo, como inmensas setas que hubieran crecido en una sola noche.

En el centro la carpa del circo, blanca y airosa, llena de cicatrices que sólo se ven a la luz del sol, rodeada de un destartalado conjunto de camiones y caravanas.

A su alrededor, como un cinturón de pequeños planetas, decenas de ruidosas casetas y atracciones en orden riguroso, de menor a mayor, de niños a mayores, desde la pequeña rueda de caballitos a la montaña rusa, y coronándolo todo, el gigantesco arcoiris de la noria.
Lo que más me gusta: llegar a esa hora fugaz en que se siente la gravidez del atardecer en todas las cosas, transformándolas. La “hora violeta”.

Ese momento mercurial en el que la fosforescencia de la feria se engasta en el azul húmedo y primitivo de la noche que empieza.
Un paseo de dos vueltas completas a la circunferencia. Ése es el tiempo. No hay cinco minutos de más para repetir esa foto que va a salir movida. Al final de la segunda vuelta una luna escarchada se asoma entre las líneas rojo sandía que dibuja la noria en el cielo azul marino, y mi pulso no da más de sí. La luz decae, y crecen el bullicio y el ruido. Sube la temperatura de la feria, pero para mí es el momento de dejarla.

Y, mientras doy una última mirada al polvoriento descampado que ahora bulle con todo tipo de personal, como cada año me voy haciéndome la misma pregunta: ¿pero, a estas alturas, quién viene aún a la feria?

Valencia, enero de 2006 y 2007

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